“Es pues
la fe, la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”.
(Hebreos
11: 1)
Un simpático relato cuenta
que en algún pueblecito de los años 50s, se produjo una larga
sequía que amenazaba con dejar en la ruina a todos sus habitantes, quienes
prácticamente subsistían de la agricultura. Como la
mayoría eran creyentes, concurrieron ante el líder de la iglesia:
“Pastor, ¿qué le parece si le
pedimos a Dios que envíe lluvia para
salir de esta angustiante situación?”
“Está bien –dijo el pastor- lo haremos, pero hay que pedirlo con mucha fe”.
“¡Por supuesto, y no solo eso, sino que vendremos a las reuniones de la iglesia, todos los días
.
Así lo hicieron; mas transcurrieron las semanas y la anhelada lluvia no llegó. Entonces los moradores nuevamente se acercaron al referido líder; esta vez en tono enérgico:
Así lo hicieron; mas transcurrieron las semanas y la anhelada lluvia no llegó. Entonces los moradores nuevamente se acercaron al referido líder; esta vez en tono enérgico:
“Pastor, a usted le
consta que hemos clamado a Dios para que envíe las lluvias;
ya van varias semanas y no obtenemos respuesta alguna.”
“¿Han pedido con fe verdadera?”, les
increpó el Pastor.
“Por supuesto!”, respondieron todos al unísono.
“Por supuesto!”, respondieron todos al unísono.
“No lo creo -añadió el
ministro- pues si de verdad tenían
fe ¿por qué durante todos estos días, ninguno de
ustedes trajo un paraguas?”
Querido amigo y amiga: cuántas
veces en la vida cotidiana nos ha ocurrido algo similar: en la teoría somos
dueños de una fe aparentemente inquebrantable, pero a la hora de ponerla
en práctica, especialmente al atravesar problemas de
diverso índole, sentimos que dicha fe nos abandona, como los
abandonó a los discípulos cuando estando en su barca, cerca de su
adormilado Maestro, sobrevino una tormenta (Lucas
8:22-25).
Es fácil confiar en tiempos
de bonanza, cuando todo va bien, cuando nuestra
vida transcurre sin mayores problemas,
rodeados de éxito, prosperidad; cero enfermedades, cero
crisis conflictos… pero cuando se viene lo otro, la debacle,
la fe empieza a desleírse como helado en día caluroso; caemos en las
garras de la angustia y la ansiedad; dejamos de lado a Dios; nos
abandonamos a nuestras propias fuerzas, y obviamente sucumbimos.
No permitamos que nuestra fe, y
por lo tanto nuestra obediencia, desmayen ; imitemos
en ese sentido a un Noé, (Génesis Cap. 6-9) quien debió haber soportado
la burla humana, ante el anuncio del diluvio universal;
inspirémonos en un Abraham (Génesis Cap. 22) en su actitud
obediente cuando su hijo fue reclamado por el Señor para supuestamente
ser sacrificado ; imitemos a un Moisés (Éxodo 14:
21-29) , quien en su misión de conducir al pueblo de Israel hacia la Tierra Prometida,
no permitió que ningún Mar Rojo lo detenga; o emulemos a un
Job en su férrea confianza en los momentos de mayor desgracia humana… En
fin, los ejemplos son múltiples; y fáciles
de hallarlos en las Sagradas Escrituras.
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