Muchas
son las veces que ante una gran injusticia clamamos a Dios por justicia. Y es que la traición
duele. La pérdida de un
ser amado duele. Quedar sin trabajo injustamente, es doloroso. El
maltrato y la violencia dejan terribles huellas en
nuestro ser. El rencor, la amargura, el dolor, la angustia consumen
el alma hasta desfallecer. Ese sentimiento nefasto, esa rara mezcla de clamor
por justicia con vehemente deseo de castigo por
causa del mal cometido carcome todo nuestro ser y ya no podemos vivir en paz.
Es cierto
que en casos extremos de un hecho de violencia o terrible abuso, enmarcado en los límites de un delito, a veces
es mejor que el ofensor quede lo más pronto y por el mayor tiempo posible
retenido en una celda, privado de su libertad. El sólo hecho de saber que
continúa suelto con la posibilidad de volver a cometer el mismo acto produce
gran angustia y temor en la víctima.
Pero a
veces, esa justicia por la que tanto clamamos a Dios tarda más de la cuenta … o
nunca parece llegar. Y es que cuando uno pide justicia a Dios, El en su
soberana Deidad, hace justicia. Lo que sucede es que cuando El hace “JUSTICIA”
la hace no sólo para el otro, sino también para tí. Y es que cada uno de
nosotros, definitivamente TIENE CUENTAS PENDIENTES CON EL. Con el sólo hecho de
abrigar amargura dentro de nuestro corazón por causa de la ofensa que nos
hiere, ya estamos en pecado delante de Dios. Esa misma justicia que estamos
reclamando contra el otro también es aplicable a nosotros mismos.
En algún
momento le dije a Dios: “Señor quita TODO lo malo que hay en mí”. Gracias por
que no me hizo caso, de otra manera no estaría escribiendo estas palabras… ¡Ya
no estaría! Si Dios hubiera quitado TODO lo malo que hay en mí, tal y como se
lo pedí, simplemente habría sido borrado de la faz dela tierra. Graciaspor
Aquél que la buena obra empezó y es fiel para
terminarla hasta el día postrero.
En un
mismo sentido, cuando clamamos por justicia, lo primero que debemos hacer es
arreglar nuestras propias cuentas con Dios. Y eso incluye un acto denominado
“PERDÓN”. Pero ese “PERDÓN” también nos incluye a nosotros, tanto en lo pasivo
como en lo activo. Es decir: necesitamos SER PERDONADOS y para ser perdonados
DEBEMOS PERDONAR.
Esto es
aplicable aún en la peor, en la más tremenda de las situaciones. Toda vez que
esa clase de perdón que como seres humanos podemos ofrecer, no es “borrar y
cuenta nueva”. No se trata de renovarle el crédito al ofensor, de entregarnos
en sus manos para que nos siga maltratando, haciendo daño. Tampoco, en ninguna
manera, lo libera de culpa y cargo. Ese perdón que Dios nos exige como primera
medida de su Soberana Justicia, es una DECISION. Una decisión que liberará tu
alma de las tenazas con las que el ofensor y su ofensa te han tenido esclavo,
atrapado. Una RENUNCIA literal a sentir odio, amargura;
una RENUNCIA literal a cualquier
actitud de venganza o castigo por nuestra propia cuenta.
Hay
quienes dicen: “he perdonado y sigo adelante” cuando en realidad continúan
amasando el dolor durante años. Eso no es perdonar.
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