Días atrás venía del trabajo en el transporte público. Preocupado,
con algo de cansancio, pensando en todo lo que me quedaba aún pendiente por
hacer y cómo resolvería los problemas por enfrentar.
Al llegar a una esquina, semáforo
en rojo, se paró junto al bus un auto. Conducía una mujer. Junto a ella venía
una niña Down. Estimo no menos de diez, no más de doce, su edad. En actitud inocente y despreocupada, ella iba
saludando alegremente con una amplia y dulce sonrisa a todo el mundo. Desde la
posición en la que me encontraba podía ver a casi todo el resto de los
pasajeros que viajaban conmigo. Nadie contestó su saludo. Sólo rostros raros,
mirando sin mirar. Cada uno sumido en las profundidades de su propio mar.
Cuando las ventanillas del auto y las del transporte en que viajaba se
pusieron a la par, pude sentir esa dulce mirada… tan cerca y tan lejos.
Contesté su saludo con mi mano y una sonrisa. ¡Cuál no sería el júbilo de la
chiquilla! Tomó con vehemencia el brazo de su mamá –que venía conduciendo– y a
toda costa quería que ella también se asomara a la ventanilla para compartir el
evento. ¡Alguien se había dignado fijarse en ella y devolverle su desinteresada muestra de afecto! Esa carita pareció
iluminarse de pronto. Si antes irradiaba luz, ahora su resplandor brillaba en
una cerrada oscuridad aún en pleno mediodía, entre tanta apatía e indiferencia.
La tormenta de pensamientos y preocupaciones que
me embargaba pareció disiparse. Los gruesos nubarrones que tapaban mi cielo se
esfumaron dando lugar a la acogedora y cálida luz de un mediodía brillante y
precioso que Dios nos brindaba. Los problemas seguían estando allí, pero ya no
tenían poder, ya no tenían peso.
Dios había mandado a ese dulce angelito para recordarme de Su Amor y de Su
Poder. Pero lo que es mucho más aún: recordarme lo mucho que puede hacer tomado
de Su Mano, literalmente abandonado a su dulce Espíritu; un gesto, una palabra,
una mirada, emergida desde lo profundo de un corazón desinteresado y rendido en
servicio.
Hoy, amad@, un ángel, un Mensajero del Señor toca tu corazón. Cuando ya
no puedes más y las fuerzas te dejan; derrama y abandona tu corazón en las
manos de Dios. Permite que su Dulce Espíritu corra el velo de los gruesos
nubarrones que hoy nublan tu vida y hacen tus días grises y oscuros.
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